¡AY DE mí! Cuantas veces, arrobado en la contemplación de una quimera, me olvidé de la noble compañera que Dios puso a mi lado.
—¡Siempre estás distraído! —me decía; y yo, tras mis fantasmas estelares, por escrutar lejanos luminares el íntimo lucero no veía.
Qué insensatos antojos los de mirar, como en tus versos, Hugo, las estrellas en vez de ver sus ojos, desdeñando, en mi triste desatino, la cordial lucecita que a Dios plugo encenderme en la sombra del camino...
Hoy que partió por siempre del amor mío, no me importan los astros, pues sin ella para mí el universo está vacío. Antes, era remota cada estrella: hoy, su alma es la remota, porque en vano lo buscan mi mirada y mi deseo.
Ella, que iba conmigo de la mano, es hoy lo más lejano: los astros están cerca, pues los veo.