Las ruedas embarradas del último organito vendrán desde la calle buscando el arrabal con un caballo flaco y un rengo y un monito y un coro de muchachas vestidas de percal. Con pasos apagados elegirá la esquina donde se mezclen luces de luna y almacén para que bailen valses detrás de la hornacina la pálida marquesa y el pálido marqués.
El último organito irá de puerta en puerta hasta encontrar la casa de la vecina muerta, de la vecina aquella que se cansó de amar. Y allí molerá tangos para que llore el ciego, el ciego inconsolable del verso de Carriego, que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral. Tendrá una caja blanca, el último organito; y el alma del Otoño sacudirá su son, y adornarán sus tablas cabezas de angelitos, y el eco de su piano será como un adiós. Saludarán su ausencia las novias encerradas abriendo las persianas detrás de su canción, y el último organito se perderá en la Nada, y el alma del suburbio se quedará sin voz.