En la capilla blanca de un pueblo provinciano muy junto a un arroyuelo de cristal, me hincaban a rezar tus manos. Tus manos que encendían mi corazón de niño, y al pie de un Santo Cristo, las aguas del cariño me dabas de beber.
Feliz nos vio la luna bajar por la montaña siguiendo las estrellas, bebiendo entre tus cabras, un ánfora de amor… y hoy son aves oscuras esas tímidas campanas que doblan a lo lejos el toque de oración.
Tu voz murió en el río, y en la capilla blanca quedó un lugar vacío… vacío como el alma de los dos.