La conocí en una librería de la calle Corrientes, donde están casi todas las librerías de Buenos Aires, a finales del 75 y a comienzo de los que serían los años más torturados de la Argentina.
El Río de la Plata se preparaba para recibir un nuevo contingente de inmigrantes, que llegarían, despues se supo, asesinados sin nombres, sin apellidos, sin equipaje y desde el aire.
Los ecos de las últimas canciones de protesta, eran estrangulados en cada programa de radio y televisión, por los comunicadores de nuestra soberania nacional.
Las palabras estaban desapareciendo una a una de los reprimidos vocabularios.
La luz era secuestrada a plena luz del día. Y la vida como en una pelicula de suspenso era perseguida y ultimada por los menos sospechosos.
Los oidos se habian vuelto sordos, los ojos ciegos, los cantores mudos y los corazones negros.
La libertad – se exilió.
La dictadura – se quedó.
Yo estaba revolviendo, como de costumbre, libros en oferta, de esos que pasan de moda o que dejan de leerse y se liquidan, como liquida un verdugo a su víctima.
Ella, hojeaba tal vez, el único ejemplar del “Diario del Che” que aún circulaba libremente en las librerías.
Bella, peligrosamente bella, con un cuerpo subversivo, escondido tras de un vestido largo y ancho de bambula. Me miraba de reojo y ojeaba el libro.
En realidad miraba a todos de reojo. Como si se sintiera vigilada.
- Si tomás un café conmigo, me afiliaré a tu partido y te ayudaré a cambiar el mundo - le susurre al oido.
Mordió el anzuelo y fuimos a un bar cerca de allí. Un bar de moda, lleno de gente de clase media psicoanalizada, que seguia hablando de burguesía y proletariado.
Yo me había detenido en esa boca roja y revolucionaria, pensando en la fiesta de besos que iba a tener mas tarde.
Tan solo un beso de despedida me dio, cuando a la noche la dejé en la puerta de la facultad y un número de teléfono.
- Llamame el fin de semana, mañana y pasado tengo examen –
Me dijo con esa voz que me rompió el alma en dos y el corazón en cuatro.
La llamé ese fin de semana, y todos los fines de semana de ese año. Nunca nadie me contestó. Nunca más la vi ningun bar, en ninguna librería de la calle Corrientes. En ninguna facultad.
Un día, de muchos años después, apareció su foto entre tantas fotos, de tantos y tantos desaparecidos.
Que injusticia. Era tan joven y bella.
VERÓNICA se llamaba.
Estudiaba arquitectura y tarareaba una canción de los “Inti Irimani”, un grupo chileno, muy famoso en ese tiempo.
Una parte del estribillo, si no me falla la memoria, la cancion decía: