Su mano entre mis manos, sus ojos en mis ojos, la amorosa cabeza apoyada en mi hombro, Dios sabe cuántas veces con paso perezoso hemos vagado juntos bajo los altos olmos que de su casa prestan misterio y sombra al pórtico. Y ayer... un año apenas, pasado como un soplo, con qué exquisita gracia, con qué admirable aplomo, me dijo al presentarnos un amigo oficioso: «Creo que en alguna parte he visto a usted.» ¡Ah bobos, que sois de los salones comadres de buen tono y andabais allí a caza de galantes embrollos, qué historía habéis perdido, qué manjar tan sabroso para ser devorado sotto voce en un corro, detrás del abanico de plumas y de oro!... . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Discreta y casta luna, copudos y altos olmos, paredes de su casa, umbrales de su pórtico, callad, y que en secreto no salga con vosotros! Callad; que por mi parte yo lo he olvidado todo; y ella... ella, no hay máscara semejante a su rostro.