Los recuerdos suelen contarte mentiras. Se amoldan al viento, amañan la historia; por aquí se encogen, por allá se estiran, se tiñen de gloria, se bañan en lodo, se endulzan, se amargan a nuestro acomodo, según nos convenga; porque antes que nada y a pesar de todo hay que sobrevivir.
Recuerdos que volaron lejos o que los armarios encierran; cuando está por cambiar el tiempo, como las heridas de guerra, vuelven a dolernos de nuevo.
Los recuerdos tienen un perfume frágil que les acompaña por toda la vida y tatuado a fuego llevan en la frente un día cualquiera, un nombre corriente con el que caminan con paso doliente, arriba y abajo, húmedas aceras canturreando siempre la misma canción.
Y por más que tiempos felices saquen a pasear de la mano, los recuerdos suelen ser tristes hijos, como son, del pasado, de aquello que fue y ya no existe.
Pero los recuerdos desnudos de adornos, limpios de nostalgias, cuando solo queda la memoria pura, el olor sin rostro, el color sin nombre, sin encarnadura, son el esqueleto sobre el que construimos todo lo que somos, aquello que fuimos y lo que quisimos y no pudo ser.
Después, inflexible, el olvido irá carcomiendo la historia; y aquellos que nos han querido restaurarán nuestra memoria a su gusto y a su medida con recuerdos de sus vidas.