Era un gato muy siamés, le llamaban Bala. Urbanita, vago y cortés. Y un collar de gala. Un buen día le dio por andar. Se largó de su barrio y tardó un año en regresar.
Tenía el gato novia formal, una angora blanca. Le pidió un abrazo y perdón. Estaba tan airada… “Hijo de chucho pequinés, dime dónde has estado. Me tenías aquí a tus pies”
“Estuve en Londres, Buenos Aires, México, me bañé en el Sena, y sí, vuelvo con la conclusión: en todos esos cielos brilla igual nuestra luna llena, y tú sigues siendo la mejor.”
“Hasta que no cambies, lo nuestro será ciencia ficción. Hasta que no cambies, no dejaré que pases, hoy no. Deja de mirarme, no sé cómo lo haces, por Dios. Pero te mueves bien, lo voy a reconocer.”
“En amplias avenidas busqué tu felina sombra. Creía verte en cada arcén o dentro de furgonas.” Bala dijo: “Ya está bien, ¡basta ya de arañazos! Sigo estando aquí a tus pies.”
En Londres, Buenos Aires, México, cada pena y aflicción pueden curarse bailando. Tango, una ranchera o un charlestón, todo se olvida bailando. Es como volver a nacer.
“Hasta que no cambies, lo nuestro será ciencia ficción. Hasta que no cambies, no dejaré que pases, hoy no. Deja de mirarme, no sé cómo lo haces, por Dios Pero te mueves bien, lo voy a reconocer.”
Allí en medio de un tejado, en un cortejo hasta el amanecer, la volteó del revés. Y una raspa de pescado fue el teclado del señor Ciempiés. Ella ha caído otra vez.
“Da igual que no cambies, estamos destinados, tú y yo.”