El cuarto adonde habita mi ruiseñora se nutre con el ruido de mi demora, los cantos de la calle se están plegando y el mórbido reloj mira blasfemando. Después la lluvia encumbra sus volantines y moja alguna estrella que agoniza entre violines y agolpa sus rebenques desmelenados al anca de mi potro, que no ha piafado.
De noche todo es claro si en su cortina ondula una cadera que se adivina, sacude su pañuelo la amante raza y enciende las señales por donde pasa mi atávico desvelo buscando casa.
La cama donde espera mi buenamoza es tibia como un vientre y es luminosa, viniendo de la lluvia y forzando puertas aprecio que su gana ya esté despierta. La cama donde escurro mis homenajes es donde desterramos la barrera de los trajes, es donde, de algún modo, su resolana se adueña de mi lengua, tan soberana.
Allí nos respiramos de diestra suerte, allí nos cobijamos (por si la muerte), allí yo le regalo mis estertores y allí ella me devora con mil amores cogiendo de mi sangre las frescas flores.
La cama donde anida su pulpa suave es esa donde yergue su cuello mi ave y aquella donde estira su claro modo amándome de cerca y mordiendo todo. Su cama multiplica mi envergadura que es llave con la que abro su opulenta sabrosura, que es fuego con el que echo su frío afuera y avivo su gemido cuando lo quiera.
Viniendo de tan lejos estoy tan hondo, tan cerca de su dentro y tan al fondo, tan ávido y completo, tan estrujado, tan posesivo y pleno, tan aplicado que cuando el nuevo día se asoma, me alza desangrado.