En otros tiempos hubo un anciano que tenía un gato y un gallo muy amigos uno de otro. Un día el viejo se fue al bosque a trabajar; el gato le llevó el almuerzo y el gallo se quedó para guardar la casa. Pasado un rato se acercó a la casa una zorra, y situándose debajo de la ventana, se puso a cantar: –¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Si sales a la ventana te daré un guisante.
El Gallo abrió la ventana, y en un abrir y cerrar de ojos la Zorra lo cogió para llevárselo a su choza. El Gallo se puso a gritar: –¡Socorro! Me ha cogido la Zorra y me lleva por bosques obscuros, profundos valles y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme!
Cuando el Gato oyó los gritos echó a correr en busca del Gallo; encontró a la Zorra, le arrancó el Gallo y se lo trajo a casa.
–Ten cuidado, querido Gallito –le dijo el Gato–, de no asomarte más a la ventana; no hagas caso de la Zorra, que lo que quiere es comerte sin dejar de ti ni siquiera los huesos.
Al otro día se fue también el anciano al bosque; el Gato le llevó la comida y el Gallo se quedó a cuidar de la casa, no sin haberle recomendado el buen viejo que no abriese la puerta a nadie ni se asomase a la ventana.
Pero la Zorra, que tenía mucha gana de comerse al Gallo, se puso debajo de la ventana y empezó a cantar como el día anterior: –¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Mira por la ventana y te daré un guisante y otras semillas.
El Gallo se puso a pasearse por la cabaña sin responder a la Zorra; entonces ésta repitió la misma canción y le echó un guisante por la ventana. El Gallo se lo comió y dijo a la Zorra: –No, Zorra, no me engañas; lo que tú quieres es comerme sin dejar ni siquiera los huesos.
–¿Pero por qué te figuras que yo te quiero comer? Lo que quiero es que vengas a mi casa para hacerme una visita, presentarte a mis hijas y regalarte como te mereces.
Y otra vez se puso a cantar con una voz muy suave: –¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y cabecita de seda! Mira por la ventana; así como te di un guisante te daré también semillas.
El Gallo asomó la cabeza por la ventana y la Zorra lo cogió con sus patas y se lo llevó a su choza.
El Gallo, asustado, se puso a dar grandes gritos: –¡Socorro! La Zorra me ha cogido y me lleva por bosques obscuros, valles profundos y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme!
El Gato oyó los gritos del Gallo, lo buscó por todas partes y al fin lo encontró; se lo quitó a la Zorra, lo trajo a casa y le dijo: –¿No te había dicho, querido Gallito, que no mirases por la ventana?
El mejor día te comerá la Zorra y no dejará de ti ni siquiera los huesos.
Ten cuidado mañana porque iremos muy lejos de casa y no te podré oír ni ayudar.
Al día siguiente el viejo se marchó otra vez al campo, y el Gato, como de costumbre, le llevó la comida. Cuando la Zorra vio que se había marchado el anciano, vino debajo de la ventana de la cabaña y se puso a cantar la misma canción de siempre; la repitió tres veces, pero el Gallo no le respondía.
–¿Qué te pasa? –Dijo la Zorra–. ¿Por qué hoy, Gallito, no me respondes?
–No, Zorra; esta vez no me engañas; no miraré por la ventana.
La Zorra le echó por la ventana un guisante y varias semillas y se puso a cantar muy dulcemente:
–¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y la cabecita de seda, sal a la ventana! Yo tengo un palacio grande, grande; en cada rincón hay muchos sacos de grano y podrás comer tanto como quieras. ¡Si tú vieras cuántas golosinas tengo allí! No creas al Gato, que si yo hubiese querido comer