Las luces se han apagado, han sacado el pastel, aplaudían los padres, los tíos, los amigos todos a la vez, aunados en un único grito, “que pida un deseo, que pida un deseo”. Y tú, nerviosa, como siempre que te toca ser el centro de atención, has fijado los ojos en un punto impreciso del comedor un segundo, dos segundos, tres segundos, cuatro y cinco. Tus ojos cabalgaban buscando un deseo, las velas quemaban y algunos amigos te enfocaban con cámaras de retratar, una voz comentaba “ay, qué guapa está” y yo, en el fondo, apuraba la copa decidido a encontrar un rinconcito para hacerme pequeño, pequeño. Del tamaño de una mosca, del tamaño de un mosquito. Para una vez empequeñecido, bajo los taburetes y la mesa alargada por los dos caballetes, abrirme paso con prudencia por un entramado de zapatos de invierno, de confeti aplastado, y esprintar maldiciendo la longitud de mis nuevos pasitos y esconderme entre un corcho y la pared justo a tiempo de que no me coma el maldito gatito. Y escalar las cenefas de tu vestido y falcar el pie izquierdo en un descosido y llegarte a la espalda y sentarme en un botón y coger un poquito de aire y, de un saltito, agarrarte un cabello e impulsarme en un último salto final y acceder a tu deseo atravesando la pared del lagrimal. ¡Ahora un pie! ¡Ahora un brazo! ¡Ahora el torso! ¡Ahora la cabeza!
Y ya dentro del deseo, ver si hay buen ambiente, repartir unas tarjetas, ser amable con la gente y con maneras de joven discreto y educado presentar mis respetos a la autoridad, escuchar atento batallitas curiosas a los más viejos, hacerme fotos graciosas con otros ilustres viajeros y con un hombre con corbata que no sé quién es. Y en la nube de sueños que tienes a tu alcance y entre otros que, lo siento, pero ya no vivirás nunca, detectar un caminito que me aleje del grupo o una sombrita tranquila donde, desapercibido, tumbarme un rato y, por fin, relajarme celebrando el placer indescriptible que es estar contigo, hoy que te haces mayor, mientras fuera del ojo las velas se van apagando.