Una noche de invierno
no muy lejos de aquí,
alcé la vista al cielo,
juraré todo aquello que vi.
Como un fugaz pensamiento
aquel resplandor
un inmenso estallido de luz,
llamemóslo así, el fulgor.
Y hablé con el maestro,
y hablé con el doctor,
pregunté a los marineros,
pregunté hasta al enterrador.
Pero no, nadie más lo vió,
nadie allí.
Y no, nadie lo vió,
salvo yo.
El maestro montó en cólera
y agitando frente a mí una cruz
chillo: "no hubo en la escuela
criatura más malvada que tú."
El doctor me dijó:
"sigue así y pronto acabarás
enfermo de cuerpo y mente,
aislado de la humanidad."
Los viejos marineros
parecían creer en mí,
pero apenas me hube alejado
sentilos reír tras de mí.
Tan sólo el enterrador
me escuchó sin hablar,
asintió muy despacio
y de pronto se puso a cavar.
A la gente en esta ciudad
le gusta murmurar.
Me dicen: "busca un trabajo
lábrate una vida con dignidad."
Yo huí a mi casa en el norte,
me acurruqué en mi rincón,
juntos yo y Johnny Walker
dimos forma a una extraña
y hermosa y violenta canción.
Y en la noche negra,
y en mi alma enferma,
se hizo de pronto la luz.
Y una inmensa esfera
de la que surgió
una cruel melodía.
Que no, nadie más oyó,
nadie allí.
Y no, nadie la oyó,
salvo yo.
No, nadie más lo vió,
nadie allí.
No, nadie lo vió,
nadie salvo yo.
No, nadie más lo vió,
nadie allí.
No, nadie lo vió,
nadie salvo yo.
No, nadie más lo vió,
nadie allí.
No, nadie lo vió,
salvo yo.
No, nadie más lo vió,
nadie allí.
No, nadie lo vió,
salvo yo.
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